El ser humano no está totalmente condicionado ni determinado, sino que decide si entregarse a las circunstancias o enfrentarlas.
— Viktor E. Frankl
Hay silencios que duelen, otros que incomodan, y algunos… que salvan.
Sí, hay un tipo de silencio que no grita ni exige, no castiga ni acusa, solo está ahí, como un susurro suave detrás del ruido de lo cotidiano, esperando a que, por fin, nos detengamos a escucharlo.
Y no, no hablo del silencio incómodo de una conversación que se enfría, ni del silencio que se instala cuando alguien se va sin despedirse, hablo de ese silencio que se siente como una manta tibia después de una tormenta emocional, ese que no impone, pero tampoco se marcha, que te recibe con los brazos abiertos cuando todo dentro de ti parece hecho pedazos.
Ese silencio fue mi hogar durante un tiempo, un hogar sin paredes ni relojes, sin expectativas ni etiquetas, solo el sonido de mi respiración, el vaivén de mis pensamientos, y la posibilidad —al fin— de escuchar lo que mi alma venía intentando decirme desde hace años.
Vivimos rodeadxs de estímulos: conversaciones que nos atraviesan, tareas que nos exigen, pantallas que nunca descansan; en este ritmo frenético, pareciera que callar es perder, que pausar es rendirse, que detenernos a sentir es peligroso.
¿Pero qué pasaría si el verdadero peligro fuera no hacerlo nunca?
Porque así, sin darnos cuenta, se nos escapan cosas esenciales: el llanto que no soltamos, la palabra que no dijimos, la señal que ignoramos; el cuerpo comienza a hablar con síntomas, el alma con ansiedad, y el corazón con confusión, pero seguimos adelante… hasta que no se puede más.
Alejarse no siempre es huir, a veces es elegir volver, volver al centro, al cuerpo, a la verdad, como quien regresa a una casa olvidada y, al abrir las ventanas, descubre que aún hay luz.
Yo me alejé, en todos los sentidos, me retiré del ruido, del hacer por hacer, del dar sin medida; me senté conmigo como si me reencontrara con una vieja amiga, al principio, fue raro, me dolía no tener a quién cuidar, a quién responder, qué tarea tachar del día, pero luego… llegó el alivio y con él, una certeza serena: no necesito hacer nada para valer, solo necesito ser y estar, conmigo.
La ciencia dirá que el silencio repara el sistema nervioso, reduce el cortisol, reordena el cerebro, pero hay algo más profundo que ninguna resonancia puede captar: el silencio nos conecta con lo sagrado, con esa parte de nosotrxs que siempre supo, pero que había sido acallada por años de sobrevivir.
Y ahí, en ese espacio sin exigencias, muchas cosas se revelan: lo que duele de verdad, lo que ya no queremos, lo que sí deseamos, lo que aún nos sostiene.
¿Y si hoy te regalaras cinco minutos?
Solo cinco, sin hacer, sin reaccionar, sin explicarte nada, cinco minutos para respirar, cerrar los ojos y observarte por dentro como quien mira el mar, cinco minutos de silencio, para que tu alma diga eso que no ha podido pronunciar con palabras.
¿Cuándo fue la última vez que estuviste en silencio contigo?
¿Qué emociones aparecen cuando no estás haciendo nada?
¿Qué pasaría si te atrevieras a detenerte?
El silencio no siempre es cómodo, pero siempre es honesto, nos muestra lo que duele, sí, pero también lo que puede sanar; en un mundo que te empuja a hacer más, a rendir más, a hablar más… regalarte el derecho a pausar es un acto de amor propio.
Y tú, ¿te animas a escuchar lo que tu alma tiene para decirte cuando todo lo demás se detiene?
Day Santana - Un café con Day ☕️✨